jueves, 23 de abril de 2020

Saber escuchar.



Corren tiempos difíciles. Tiempos de guardar las distancias, los abrazos, los apretones de manos y los besos; de expresar los sentimientos con palabras, miradas o sonrisas sinceras. Pero también, de alguna manera, son tiempos en los que hay que ser agradecidos y empatizar con los demás, dar las gracias al vecino por traernos la compra o entender por primera vez a la mujer que vive en nuestro edificio con su hijo autista y que necesita salir a la calle. Hacemos todo eso, y lo más importante. Escuchar.

Para mí, escuchar es tan necesario como saber qué decir. Escuchar los sentimientos que la otra persona intenta expresar con sus ojos, sus manos, o el tono de su voz. Sentir la alegría de alguien cuando sonríe o gesticula más de lo normal, pero intenta convencernos al mismo tiempo de que no es tan importante eso que nos cuenta, o de agradecernos con la mirada el habernos acordado de ese problema que tuvo cuando preguntamos por él.

Hay veces que el silencio habla. Y en esa ausencia de palabras siempre surge una mirada que sonríe o el calor de una mano sobre otra. Escuchar el silencio junto a alguien también es escuchar al otro. Las personas introvertidas, por ejemplo, hablan poco y escuchan más. Y al hacerlo, piensan más también. No son callados porque sí. Lo son porque muchas veces prefieren escuchar antes que hablar sobre ellos.

Ahora, permitidme un inciso para contaros una pequeña anécdota. Personalmente me considero un tipo al que le encanta hablar, y recuerdo que antes de decidir darle un cambio a mi vida a través de la literatura mi impulsividad me llevaba muchas veces a soltar verborrea tras verborrea y a no dejar espacios muertos en las conversaciones. Como ahora, con esta frase larga y del tirón que acabo de escribir.

Odiaba los silencios que se forman a veces en cualquier conversación hasta que conocí a Jean Larser, la persona que desde hace un par de años me forma como el escritor que siempre quise ser. En la primera clase, me enseñó una lección muy valiosa.

“Si no puedes mejorar el silencio, cállate”.


Hablar con él me ayudó a escuchar más y mejor. Conversaciones en las que me enseñaba sutilezas que dotaron a mi estilo literario de fluidez y claridad, y entre medias tenía que interrumpirse para decir que me callara (aún nos sigue pasando en alguna ocasión). Poco a poco, el acto de leer buena literatura recomendada por él me ayudó a pensar más sobre la vida y a empatizar con personajes grises o llenos de color, e identificarlos en mi día a día. Eso me hizo entender que menos es más y que saber escuchar es más gratificante que hablar por hablar.

Cuando leemos una buena novela empatizamos enseguida con sus personajes, sin importar que hagan el bien o el mal. Nos da igual, porque les entendemos. Hemos escuchado al narrador y les hemos escuchado también a ellos. Escuchar nos hace más humanos y nos cura en humildad.

Escuchar nos hace ser mejores personas.


lunes, 13 de abril de 2020

Parásitos, una metáfora kafkiana llevada a su máximo explendor.

Una de las razones por las que me gusta tanto el cine es por su simbología, cuando la usa, y sus metáforas visuales, pues creo que cuando son descubiertos dotan de mayor profundidad a la película. Casi todas ellas, sean mejores o peores, están llenas de simbologías y metáforas como, por ejemplo, las puertas que hay al fondo de muchos escenarios de la película Whiplash, representando así las oportunidades que tiene el protagonista a lo largo de la historia, o los planos generales y amplios de Taxi Driver en los que aparece Travis sin nadie alrededor para mostrar la soledad que sufre el personaje.


















                   Aquí podemos ver dos de los muchos planos generales que aparecen en la película Taxi Driver.


Estos simbolismos también se emplean en las novelas, como la mano atrofiada de Yarvi, protagonista de Medio Rey, y que solo enseña para acentuar sus decisiones más crueles, o la que todos conocemos: la transformación a escarabajo que sufre el protagonista de La Metamorfosis de Kafka. Precisamente, esta última metáfora es recurrente en la película sobre la que voy a hablar hoy: Párasitos, de Bong Joo Ho.

Parásitos cuenta la historia de una familia pobre y en paro que vive en el semisótano de un pequeño apartamento, subsistiendo gracias a las sobras del edificio de arriba, del que consiguen wifi, luz, y agua suficiente para sobrevivir un día más. Todo cambia cuando Ki-Woo, protagonista de esta historia, recibe una visita de su amigo universitario. Éste le ofrece un trabajo como profesor particular a cargo de la alumna que está llevando porque tiene que mudarse a otra ciudad para continuar con su carrera, la misma que Ki-Woo dejó por falta de dinero. Tras un par de cervezas Ki-Woo acepta el trabajo, y al día siguiente, cuando se presenta en la dirección que le ha facilitado su amigo, se da cuenta de que la alumna es una niña rica. Cuando el protagonista termina su primera clase y se dispone a volver a casa, la señora Yong-Kyo, madre de la alumna, le enseña un dibujo estrafalario de su hijo pequeño, y Ki-Woo, sin pensarlo, recomienda a su hermana como una supuesta profesora de arte abstracto de la que ha oído hablar por ahí. La señora Yong-Kyo apunta el número y llama a la hermana de Ki-Woo para que ayude a potenciar ese talento escondido que tiene su pequeño. Poco a poco, los dos hermanos se acomodarán en sus nuevos trabajos y trazarán un plan para intentar que despidan al chófer y a la asistenta de la familia y que sean sus padres los que ocupen dichos puestos. Hasta aquí la historia adopta un estilo clásico de policías y ladrones, donde los hermanos Kim interpretan sus nuevos roles a la vez que consiguen información valiosa para llevar a cabo su estrategia y seguir recibiendo su suculento sueldo a final de mes. En este punto, la película parece lanzar una crítica a la sociedad pobre que vive aprovechándose de los ricos. Y sí... pero no. En realidad el mensaje tiene otra vuelta.
Los hermanos Woo tendrán serios problemas hasta para disfrutar de un rato de internet.

La trama avanza y descubrimos que no solo son los Kim quienes se aprovechan de la familia Yong, si no que el marido de la antigua asistenta vive escondido en el semisótano de esa casa. Este personaje se comportará como un escarabajo (la escena donde está encorvado y se come un plátano introduciéndoselo lentamente en la boca es sublime) y es uno de los motivos por los que vestirá de negro en todo momento. Aunque, más allá de una simple asociación de color, este hombre nos recordará a un insecto por su expresión excéntrica y su manera de moverse y caminar. Tras una serie de circunstancias en la historia que van subiendo las expectativas y provocando tensión e incomodidad a partes iguales, se destapa otro de los mensajes: mientras la familia Yong no muestra ni un sólo gesto de agradecimiento a sus empleados, la familia Kim tiene remordimientos por no ayudar al marido de la antigua asistenta, que sigue encerrado en el semisótano y que ha olvidado cómo es el mundo exterior.


La película muestra un universo donde los supuestos parásitos son creados por la gente de poder, que a su vez los necesitan para seguir manteniendo su calidad de vida. El aprovechamiento es mutuo, (unos quieren vivir bien, y otros, su dinero), pero el mensaje está lanzado con cuidado para no posicionarse y dejando que seamos nosotros los que valoremos quienes son los buenos y los malos de esta historia. Al mismo tiempo, nos da una advertencia: si la avaricia lleva a la gente acomodada a crear cada vez más pobreza, existe el riesgo de terminar devorados por su propia creación, como un ejército de cucarachas furiosas con hambre de alimento y venganza..