jueves, 18 de febrero de 2021

"El editor de libros", la historia de cómo Max Perkins moldeó a Tom Wolfe.

Adoro las películas de escritores. Las buenas. Quizá porque las miro como aprendiz y también porque, al hacerlo, vivo los éxitos y los fracasos de las autoras y autores que tanto he admirado. Durante unas horas, me convierto en ellos. 

Ayer vi una película que me encantó y que retrata el arte de escribir, pero sobre todo el de corregir y crear buenas historias.

Os hablo de “El editor de libros”, también conocida como “Genius”.

La película trata sobre el famoso editor Max Perkins, quien descubrió a Scott Fitzgerald o Ernst Hemingway, entre otros, pero en esta película se vuelca por completo en el escritor que protagoniza la historia. En la primera escena vemos a Perkins en su despacho rechazando un nuevo manuscrito. Luego sale a la calle y toma un tren que le llevará de vuelta a casa. En el trayecto, hojea el intento de otro autor por conseguir un contrato editorial a través de una obra llamada “Oh, perdido”, firmada por un entonces desconocido Thomas Wolfe. Perkins empieza a leer con resignación. Pero las primeras frases le hechizan y ya no puede despegarse de la historia. 

Al día siguiente, cita a Wolfe en su despacho. El escritor acude pensando que sumará otro “no" a su colección de fracasos, aunque agradece a Perkins que al menos se tome la molestia de decírselo a la cara. Y ahí, se produce el detonante que dará inicio a la aventura del héroe.

Perkins va a publicar su libro.

Thomas Wolfe está considerado como uno de los grandes maestros de la literatura.

Tras esto, comienzan un arduo trabajo de edición, corrección y reescritura para dar forma a su novela. Este es mi momento favorito, al verme reflejado en mis sesiones con Jean Larser, en las que construimos palabra a palabra #MNEEE. La historia de Rober, de Alessio, de Natalia y de Nico. Y que pronto será la de todos vosotros.

Creo que la película plasma muy bien las vidas dispares de estos maestros. Por ejemplo, Thomas Wolfe era un genio para dotar de belleza a las palabras, pero también era egoísta. Su mujer sentía celos de Perkins aunque en realidad Wolfe nunca estuvo pendiente de ella. Ni de nadie. Solo vivía para la literatura y para él mismo.

Scott Fitzgerald es uno de los escritores más elegantes que he leído junto al maestro Raymond Chandler (puede que otro día os hable de él). Fitzgerald dominaba un estilo minimalista con un gran empleo de la musicalidad en sus frases, sencillas y claras. Pero la salud de su mujer empeoró y tuvo que internarla en un centro psiquiátrico, que además, no era barato. Esto llevó al autor a la ruina y a un bloqueo constante del que solo salían relatos cortos, y no precisamente buenos. Ya no vendió más. Las historias viven en los libros y en la imaginación de los lectores, y si nadie las lee acaban muriendo en el olvido.

Hay una leyenda sobre Zelda Fitzgerald: dicen que era ella quien escribía las historias de su marido. En Amazon Prime hay una serie en la que hablan de la vida de esta mujer, titulada "Con ella empezó todo".

Por último, Hemingway, el macho alfa de la literatura clásica. Un patriota, habitual en España y en algunas de las guerras que estallaron aquí y allá. De sus aventuras bélicas nacieron varias novelas. Una de ellas fue “Por quién doblan las campanas” (aunque tiene mejores, la verdad). En la película aparece en una escena bien cuidada, donde retratan la foto real que se hizo con Max Perkins y en la que Hemingway suelta una de esas frases expertas en acaparar la atención:

“Si no lucho por la vida, ¿qué me queda?”

Esta es la foto real de Hemingway y Perkins.

Hemingway creía en la vida. Wolfe en la belleza. Fitzgerald en la elegancia y Perkins en la sencillez.

Todos ellos tenían una manera de narrar que fueron puliendo hasta hacerla única. Quizá por eso, tantos años después, seguimos hablando de sus historias.









domingo, 10 de mayo de 2020

El amor de mi vida


Aún recuerdo la primera vez que la conocí. Vestía de blanco, con pequeñas franjas rojas a los lados y unas letras ponían nombre a su historia. Su tacto era suave, liso, agradable, y su olor a papel dieron a nuestro encuentro un toque especial y único.
Desde el primer instante que la vi, supe que la quería.

Ocurrió en el pequeño salón de mi abuelo, con una televisión encendida y tan olvidada como ella. Apagué el aparato y me acerqué a donde estaba ella. Actué un poco receloso por no saber qué me iba encontrar. Pero ella, a cambio, me contó una historia de pandilleros, peleas y chavales que buscaban su lugar en el mundo. Lo hizo tan bien que vi a cada miembro de esa pandilla de rebeldes, tan bien que no podía dejar de leerla ni de sentir el peligro que habitaba en las calles de su historia, la noche oscura que envolvía a sus personajes y la adrenalina palpitando. Me dejó abstraído, con ganas de volver a emocionarme y de volver a tenerla de nuevo en mis manos. Aquella tarde conocí su nombre, y éste quedó marcado en mi memoria.
Se llamaba Literatura.



Pasaron los años y no tardó en hacerse un hueco en mi vida. Las tardes y las noches volaban a su lado, y durante esos años me hizo reír, tener miedo, me tuvo en suspense hasta la última palabra o me emocionó como a un niño. Fueron historias cortas y largas, historias que se extendían en más libros o que morían enseguida porque eran un poco aburridas. O quizá, demasiado pronto para que me las contara.

Nuestra relación fue creciendo sin que ninguno nos diésemos cuenta. Me enseñó palabras nuevas que podía utilizar y con las que podía expresarme con mayor precisión y claridad. También a pensar mejor y a adquirir un criterio. Ella siguió contándome historias y algunas permanecían en mi memoria o en el rincón más escondido de mi por entonces, desconocida alma de escritor. Poco a poco parecía animarme a que fuera yo el encargado de contarle alguna aventura, algo que le hiciese reír o llorar. Intuía que, de hacerlo, debía ser frase a frase formando párrafos sobre el blanco del papel. Pero estaba indeciso, sin saber por donde empezar. Ella, sin embargo, continuaba emocionándome, aunque esta vez lo hacía diferente, o al menos así lo percibía. Ahora sus historias parecían más cercanas, como si estuviesen ligadas a mi actual manera de sentir, de expresarme, de hablar.
Como si las historias que me estaba contando fuesen en realidad un testigo que pedía ser recogido.



Y así lo hice. Gracias a ella y a Jean Larser empecé a escribir, pero para hacerlo bien necesito seguir a su lado y que me enseñe a narrar y a emocionar a aquellos que me leen.

Estas palabras son suyas, de la literatura, porque sin ella solo sería un chaval cualquiera que de vez en cuando coge algún libro.
Sin ella, no podría convertirme en el escritor que aspiro a ser.

jueves, 23 de abril de 2020

Saber escuchar.



Corren tiempos difíciles. Tiempos de guardar las distancias, los abrazos, los apretones de manos y los besos; de expresar los sentimientos con palabras, miradas o sonrisas sinceras. Pero también, de alguna manera, son tiempos en los que hay que ser agradecidos y empatizar con los demás, dar las gracias al vecino por traernos la compra o entender por primera vez a la mujer que vive en nuestro edificio con su hijo autista y que necesita salir a la calle. Hacemos todo eso, y lo más importante. Escuchar.

Para mí, escuchar es tan necesario como saber qué decir. Escuchar los sentimientos que la otra persona intenta expresar con sus ojos, sus manos, o el tono de su voz. Sentir la alegría de alguien cuando sonríe o gesticula más de lo normal, pero intenta convencernos al mismo tiempo de que no es tan importante eso que nos cuenta, o de agradecernos con la mirada el habernos acordado de ese problema que tuvo cuando preguntamos por él.

Hay veces que el silencio habla. Y en esa ausencia de palabras siempre surge una mirada que sonríe o el calor de una mano sobre otra. Escuchar el silencio junto a alguien también es escuchar al otro. Las personas introvertidas, por ejemplo, hablan poco y escuchan más. Y al hacerlo, piensan más también. No son callados porque sí. Lo son porque muchas veces prefieren escuchar antes que hablar sobre ellos.

Ahora, permitidme un inciso para contaros una pequeña anécdota. Personalmente me considero un tipo al que le encanta hablar, y recuerdo que antes de decidir darle un cambio a mi vida a través de la literatura mi impulsividad me llevaba muchas veces a soltar verborrea tras verborrea y a no dejar espacios muertos en las conversaciones. Como ahora, con esta frase larga y del tirón que acabo de escribir.

Odiaba los silencios que se forman a veces en cualquier conversación hasta que conocí a Jean Larser, la persona que desde hace un par de años me forma como el escritor que siempre quise ser. En la primera clase, me enseñó una lección muy valiosa.

“Si no puedes mejorar el silencio, cállate”.


Hablar con él me ayudó a escuchar más y mejor. Conversaciones en las que me enseñaba sutilezas que dotaron a mi estilo literario de fluidez y claridad, y entre medias tenía que interrumpirse para decir que me callara (aún nos sigue pasando en alguna ocasión). Poco a poco, el acto de leer buena literatura recomendada por él me ayudó a pensar más sobre la vida y a empatizar con personajes grises o llenos de color, e identificarlos en mi día a día. Eso me hizo entender que menos es más y que saber escuchar es más gratificante que hablar por hablar.

Cuando leemos una buena novela empatizamos enseguida con sus personajes, sin importar que hagan el bien o el mal. Nos da igual, porque les entendemos. Hemos escuchado al narrador y les hemos escuchado también a ellos. Escuchar nos hace más humanos y nos cura en humildad.

Escuchar nos hace ser mejores personas.